lunes, 25 de mayo de 2009

El joven Pedro vive en el Rímac, solía visitar la playa solo algunas veces al año, pues no había una playa cerca o por lo menos algo que se le parezca. Hacía unos meses habían inaugurado el nuevo balneario de Magdalena, un conjunto de piscinas y un embarcadero turístico que rápidamente se volvió muy popular. Estaba ubicado al final de la avenida Brasil, el antiguo paraíso de los suicidas. Se trataba de un edificio que se desprendía del acantilado prolongándose al mar. Había cambiado los descampados terrales del sitio por áreas verdes, convirtiéndolo en uno de los más visitados de la costa verde.
Era sábado y todavía el verano asomaba su calor, decidió visitar el nuevo balneario. No era la primera vez que iba, ya lo había visitado con sus sobrinos la semana pasada, pero solo habían disfrutado de las piscinas saladas en la playa baja. Hoy su intención era otra: quería visitar el equipamiento del edificio, no quedarse solo en el área abierta, experimentar las tan mentadas saunas, el gimnasio y la famosa piscina con oleaje.
Tomo un colectivo, lo llevó por toda la Brasil y a medida que se iba a acercando al final se tenía la sensación de que la avenida se metía al mar. Un paradero de buses con un marco, como resaltando la entrada al conjunto, daba pie al ingreso del edificio. Un gran parque se extendía en la margen superior de la costa, no era solo un malecón era un gran espacio con vegetación y sombra desde el cual se podía disfrutar del mar. La vista era preciosa se podían ver las islas y la brisa marina soplaba con cierta fuerza pero era agradable, como un oasis en el desierto. Pedro no se sintió intimidado por la cantidad gente, había algo en el lugar, eran quizás los micro espacio creados con la topografía o que en el parque no se terminaba de apreciar el carácter metropolitano del lugar, parecía más barrial.
Solo en el paradero y la entrada al conjunto Pedro sintió a la muchedumbre. Es un balneario – pensó - tenía que estar lleno es lógico - es el único en medio de la ciudad. La avenida se proyectaba hacia el mar remarcando la mejor de las vistas y la entrada al complejo. La bajada al mar era por el edificio, en medio de vegetación y una serie de rampas y escaleras que conectaban los halles hacia las piscinas, gimnasios y distribuían las cafeterías y los bares. Estos últimos pasaban de un ambiente urbano a un ambiente más de playa a medida que se acercaban a la plataforma inferior donde estaban las piscinas de agua salada o debiera decir de agua de mar pues el mismo mar era canalizado para que funcionaran. Había visitado ya esa parte la semana pasada con sus sobrinos. Era como una playa, aunque no había contacto directo con el mar, pues este era inapropiado; no era realmente un problema aquello: las piscinas y fuentes de agua salada siempre están disponibles y no hay peligro de que esté el mar bravo. Era quizá el balneario ideal, funcionaba siempre. No era como ir a una piscina era estar en el mar, pero sin los peligros del mar de Magdalena.
Pero Pedro busca algo diferente. Al bajar pudo ver a una hermosa mujer bajaba con un equipaje ¿Es qué se iba hacia el gimnasio o la piscina? ¿Pero a cuál de ellas? Él bajó observando con cuidado donde entraba la mujer ¿Qué le pasaba a Pedro? Esa no era la razón por la que había venido. Decidió no seguir más a la mujer y entro pronto al área de la piscina con oleaje, quería saber como era.
El ambiente era tradicional en el sentido de que era como una playa, salvando el hecho que estaba como a 20 metros sobre el mar. La vista enmarcaba el mar abierto y parecían juntarse las aguas (de la piscina y el mar) con el cielo despejado. La arena, el sol, las olas incluso la brisa marina dotaban al lugar de un espacio de playa artificial bastante agradable ¿Sería por eso que esta piscina paraba repleta de gente? El borde del ambiente era el espacio más interesante. Se tenía la sensación de estar en medio del mar, en una isla paradisíaca, pero aún mejor pues no había las amenazas que en ella existirían.
María se llamaba la mujer que Pedro vio. Entró al gimnasio para hacer su rutina diaria. Ella era digamos que del barrio, venía todos los días a entrenar y a nadar en las noches en la piscina temperada. El gimnasio tenía también vista al mar. Se podía estar bailando o entrenado viéndolo. En la sala donde estaban las máquinas cardiovasculares la vista era hacia los acantilados, motivando y ambientando el área de entrenamiento. Era en si todo un gran espacio, la luz natural lo inundaba todo y la música sonaba con fuerza, aunque esta no estropeaba el ambiente, no era ni muy fuerte ni muy alta – era la adecuada - se colaba hasta el hall previo, pero no avanzaba más allá. El control acústico era impecable.
Como habría una competencia mañana domingo en la piscina temperada, ella acabo su rutina en el gimnasio, y se fue a hacer la de natación. Esta piscina era la que tenía las mejores vistas de la bahía. En unos de sus lados enmarcaba a la isla San Lorenzo. Aunque era techada, para mantener el ambiente controlado, se podía tener la sensación de estar en un balneario abierto, era quizá ese contacto con el mar a modo de balcón. Era la única que tenía graderías para público, así que también se le antojó un poco clásica, como los antiguos balnearios griegos.
Pedro había estado ya un buen tiempo en la piscina con oleaje, le había encantado, pero ahora tenía ganas de relajarse un poco ¿Qué mejor lugar para relajarse después de un poco de ejercicio que un sauna? Entró al de vapor. Aunque el espacio era cerrado había una conexión con el exterior, por una parte traslucida, un cuadro natural-urbano se apreciaba. María, por su parte, entró a un sauna seco, al acabar su rutina en la piscina; este era un espacio también cerrado, para mantener el calor, pero era en el hall de espera donde la vista se gozaba a plenitud.
Pedro se acercó en el bar a María y le dijo: “no te había reconocido, vienes muy a menudo…” ella contestó sorprendida de encontrar a su viejo amigo. Almorzaron en el restaurante del complejo una comida marina, se sentaron con la vista hacia la bahía, ella le mostró su nueva casa y al final decidieron pasear en uno de los botes.
El embarcadero era atípico, los botes ligeramente inclinados encañaban directamente en la margen. Para abordar los yates tenían que atravesar el edificio, por la bajada y entre los equipamientos. Era un espacio como de juego con el mar, el mar entraba a la ciudad y la ciudad se metía al mar. Pasearon toda la tarde y decidieron volverse a ver el domingo. Ella cruzó la calle, él tomo el bus. El domingo ella concursaba en la competencia, él desde el público la observaba con un ramo de flores.

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