miércoles, 27 de mayo de 2009

Era uno de los primeros Sábados de Diciembre, y desde temprano Grupos de Familias iban ocupando progresivamente en Agua Dulce y playa Los Pescadores la pequeña porción de territorio que les correspondía. Santiago sube a un bote acompañado por sus dos hijos, y guiados por un grupo de pescadores a bordo de una barca irían en búsqueda de suerte algunas millas mar adentro, esperando volver entrada la tarde para poder enseñarle a sus dos hijos el significado de la preparación de un plato de ceviche habiéndose ganado ellos mismos su propia comida. La experiencia aquí es completa, pescas mar adentro e, inmediatamente pisas tierra, una serie de espacios artificiales son flexibles de ser ocupados espontáneamente para la propia preparación de los pescados, capturados mar adentro o bien tan solo comprados en el mercado. Cada uno de estos espacios abiertos parecía independizarse al mismo tiempo que el conjunto de ellos definía más bien una topografía colectiva y pictórica con un cierto sentido de asentamiento, una especie de plaza que daba lugar a la ocupación individualizada de cada una de las familias que albergaba. Había lugar incluso para las familias más apáticas que preferían aislarse ocupando pequeños cubículos semi-abiertos o semi-cerrados equipados además con pequeñas cocinas que les permitían preparar, por sí mismas, diferentes platos fritos, al tiempo que se hundían en la experiencia intima de estos recintos. Estos espacios, como sucede en la playa vecina de Agua Dulce, se dejaban colonizar al mismo tiempo que imponían su propio orden de ocupación. Existía un cierto sentido iniciatorio en toda esta experiencia, una especie de rito individual y colectivo que se iniciaba una vez el espacio te ofrecía la posibilidad de ocuparlo, tan solo provisionalmente, y que terminaba una vez te retirabas por la noche devolviéndole a sí mismo su sentido de entidad propia. Es que esta plaza era casi una entidad consciente, que, como la naturaleza misma, ofrecía el regalo virtuoso de su propia ocupación. Acogía pero no incondicionalmente, te aceptaba, pudiendo al mismo tiempo expulsarte. Y así parecía entenderlo Santiago, sus dos hijos, y cada una de la familias que iban llegando desde la mañana, y así parecía ser entendido además por los pescadores para quienes este organismo no era muy distinto de aquel otro llamado por ellos no con poco misticismo la mar y que día tras día les negaba o concedía grandes favores. Así mismo, esta entidad parecía congeniar amistosamente con aquellas otras figuras, enclavadas duramente a la manera de rocas artificiales en la orilla del mar, al parecer restaurantes, en los que la experiencia misma del comer aquello ofrendado por el mar adquiría una vez más cierta connotación de rito. Numerosos niños apostados alrededor de ellas, utilizaban la dura piel de sus superficies (aquellas que no se abrían al mar) como pequeñas montañas en miniatura, diminutos gigantes impredecibles que al mismo tiempo los obligan a retroceder y a darles conquista, a escalarlos, desafiarlos, ocultarse en ellos, todo esto bajo la impávida observación de unos padres aterrorizados e inquietos pero al mismo tiempo permisivos puesto que entendían la irresistible atracción que cada uno de estos cuerpos enigmáticos debía ejercer en la imaginación delirante de un niño. Al mismo tiempo y en ocasiones, algunos padres utilizaban estas superficies donde la preparación rápida de un ceviche sobre rocas artificiales adquiría cierta connotación ancestral. A veces el mar subía y estas rocas eran tocadas por el mar en su base, los restaurantes, al estar los metros necesarios suspendidos sobre la misma se permitían gozar del chapoteo espontaneo de las diminutas olas por debajo de ellos, y el paisaje entonces cambiaba, algunos visitantes debían retirarse usando algunos puentes escuetos que llevaban al inicio de la plaza evitando así mojarse, los niños jugaban ahora en este pequeño entorno inundado y algunos padres preparaban el ceviche mojándose los pies todavía ancestralmente. Y es que ancestral era la palabra exacta, puesto que a pesar de que no hace mucho, todos estos organismos habían cobrado una existencia real, física, cierta cualidad de monolito parecía dotarlos de una existencia ajena al tiempo, desmedida, en la que el visitante accedía a una especie de círculo mágico imaginario, donde el extrañamiento, el ocultamiento, y el desplazamiento de aquel orden tiránico llamado costumbre se convertía en la esencia ultima de la experiencia.   Pero devuelta a los restaurantes, si bien estos permitían en su superficie distintas situaciones de carácter epidérmico, estos contenían a su vez en su vientre la vida esencial de restaurantes que les correspondía, en donde, si bien por un lado era posible la preparación tradicional de un plato de ceviche, algunos otros cocineros se tomaban la licencia de introducir algunos platos inquietos y no tan bien conocidos, al mismo tiempo que introducían algunas especies marinas no demasiado populares o en proceso de popularización que compraban directamente a los pescadores, a su vez contentos de poder vender finalmente aquellas especies que en otras épocas no habían encontrado compradores por desconocimiento popular, como la anchoveta, o el pez lobo, y que fueron introducidas poco a poco a través de eventos de gastronomía marina celebrados allí mismo cada tanto y gracias además a aquel espíritu un tanto irreverente de aquellos mismos nuevos cocineros llegados inmediatamente ocurrida la transformación del viejo mercado, la aparición de la plaza, y los nuevos restaurantes. Cada cierto tiempo, el lugar adquiría un carácter de fiesta. Santiago recordaba tristemente aquellos años en los que veía crecer a sus dos hijos, pensando que finalmente se irían y él quedaría solo. A veces venia por su propia cuenta y paseaba por la plaza y por el muelle en Invierno, en donde, si bien toda aquella afluencia de gente ciertamente disminuía, la cualidad de cada uno de estos elementos les permitía a los visitantes recogerse en su propia subjetividad, casi como una especie de hibernación estacional a la vez necesaria para comprender el espíritu festivo de la estación de Verano. Santiago de alguna forma entendía que era absurda la utilización permanente y multitudinaria de cada uno de estos espacios y se decía así mismo que aquellos objetos debían tener un estado de ánimo variable, acorde con las estaciones y con la atmosfera del lugar, voluble en el tiempo. En Verano la gente Interactuaba y existía un sentido de colectividad bastante notorio, en Invierno por el contrario la gente se recogía individualmente. Y así debía ser. Aún así en Invierno eran frecuentes algunos acontecimientos celebrados en la plaza misma, los pescadores se complacían en recibir siempre a los visitantes en Junio, para la estación del calamar. Nunca como desde hacía algunos años esto se había convertido en una fiesta en pleno invierno, La venta de calamares se había multiplicado y en los restaurantes se preparaban platos relacionados que a su vez se exponían en la plaza. Y así sucedían cada tanto con otras actividades, la semana de la anchoveta y del ceviche, recibían por su parte a otro buen puñado de visitantes. Todo esto se convertía una vez más en un rito moderno, o, si se quiere, la actualización de un rito ancestral. El sentido de conquista, ocupación o colonización provisional, todo esto bajo el consentimiento tácito de la tierra, que se abría en si misma a través de estos organismos, acogiendo al habitante y volviéndolo a situar sobre la tierra, que tan solo en ese momento clarificatorio podía hacerse presencia. El mar y la tierra eran extrañamente sacralizados a través de la ofrenda del hombre, y el hombre únicamente a través de estos adquiriría una visión autentica de sí mismo. Así lo sabían muy interiormente Santiago, sus dos hijos, los visitantes de agua Dulce y Playa los pescadores. La tierra acogía en estos organismos.

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